El Ecuador posee una
riquísima, abundante y variada cultura
gastronómica. Una comida auténtica y
mestiza, cocida por igual en cazuelas de
barro y en viejos y ahumados peroles
castellanos. Una cocina, en fin, con
tradición de siglos y en la que se han
fundido -o, mejor, se han cocido
sustancias, condimentos y experiencias
del propio y de lejanos continentes.
Nuestros antepasados inmigrantes se
plantaron aquí precisamente porque
hallaron un medio generoso para su
subsistencia: llanuras y florestas
tropicales generosas de frutos, valles
interandinos templados y benignos para la
agricultura, cacería abundante.
El medio equinoccial atrapó al hombre, se prodigó hasta hacerlo sedentario y le imprimió carácter y costumbres. Este, a su vez, se integró mansamente a la naturaleza y se contagió pronto con su sensualidad y exhuberancia. Su herencia arqueológica revela claramente esa sensualidad forjada por el medio, abundante de formas y de gozo vital, plagada de usos múltiples.
Pero en donde se muestra más espléndido ese realismo mágico es en sus instrumentos de cocina: ollas, cazuelas, cántaros, piedras para moler, tiestos de asado, extractores de jugo, aribalos, cedazos, ralladores, moldes para hacer panes con figura de guaguas, platos iridiscentes para iluminar caldos, compoteras que se alzan sobre senos femeninos, vasijas musicales que endulzan las tareas y aligeran cansancios.
En base a tres productos de la tierra -maíz, papas, porotos- los antiguos moradores de los Andes construyeron una mesa admirable. Con el maíz lograban platos múltiples: tostado, canguil, mote, chuchuca, mazamorras y tortillas. Los choclos, por su parte, se cocinaban tiernos, algo duros para el choclomote o se molían para elaborar esa delicia culinaria que es el chumal o humita. Con la harina del germen disecado se elaboraba chicha y excelente vinagre, y de las cañas tiernas se obtenía una miel de buena calidad.
Las papas, por su parte, se comían cocidas, asadas, en puré o servían de base para platos sabrosos como los llapingachos o los locros. A su vez, los porotos se cocinaban tiernos o maduros y enriquecían ollas fami liares junto a cuyes, nabos, achogchas y condimentos varios.
En realidad, las carnes de la cocina indígena serrana provenían mayoritariamente de la caza y más escasamente de la ganadería. Sin embargo, su variedad no era desdeñable: llamas, guanacos, venados, corzas, cuyes, conejos, dantas, pavas, tórtolas, perdices, co domices, garzas, patos y gallaretas.
Contra lo que podría suponerse, hubo varias bebidas de consumo común, destacándose entre todas la «chicha» de maíz, elaborada con un proceso parecido al de la cerveza. También se producía «chicha» de frutas como el molle y las moras. Lugar aparte y valor especial tuvo el chaguarmishqui, equivalente ecuatoriano del pulque, obtenido del zumo del maguey.
Hoy, como ayer, nuestra cocina sigue
entusiasmando a propios y extraños. Y es
que sería imposible el no conmoverse con
nuestras incontables exquisiteces. ¿Cómo
no estremecerse ante una fanesca grávida
y suculenta, océano de mieses tiernas y
bacalao cuares mal? ¿O ante una guatita
dorada y substanciosa? ¿Cómo quedarse
impávidos ante un caldo de patas
fulgurante o ante un luminoso ceviche
elaborado con los jugos del mar? ¿Y qué
decir de la temblorosa fritada que, tal
que mujer espléndida, atrae las miradas,
dilata las narices y estremece las fibras
más profundas de todo transeúnte.
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